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6. Platón y Aristóteles

Aristóteles nació en Estagira (Macedonia) el año 384 a.C., y el año 367 a.C. entró en la Academia de Platón, donde se formó durante 20 años. Aunque Platón lo influyó determinantemente, Aristóteles dio un sentido completamente distinto a la historia de la filosofía de Occidente, alejándose en ciertos aspectos de las enseñanzas de su maestro. Veamos en qué consisten sus principales divergencias.

1. Crítica a la teoría de las ideas: el hilemorfismo
Platón y Aristóteles rechazaron el escepticismo, y ambos coincidieron en que la Realidad es cong­noscible: sin embargo, no coincidieron en su expli­cación de la Realidad (Ontología). Platón sostuvo que la Realidad no se reduce al mundo sensible. Aristóteles, sin embargo, distinguió entre substan­cia y accidente, y según él, la Realidad constaría, por un lado, del mundo circundante y perceptible (realidad primera o substancia primera), y por otro, de las esencias universales (substancia segunda). Los accidentes sólo se perciben en los objetos con­cretos, que se corresponden con categorías como la cantidad, el tamaño o el color. Lo cierto es que sólo la substancia primera sería real, puesto que sólo en ella se perciben los accidentes. Procedien­do de esta manera, es decir, identificando la Reali­dad con la substancia primera y definiéndola como la materia indefinida perceptible a través de los sentidos, Aristóteles defendió una suerte de Realis­mo frente al Idealismo de Platón.
Ahora bien, ¿cómo explicar el cambio en el mundo sensible? A juicio de Platón, ello se explica porque el mundo de los sentidos no es real, sino mera copia. Para explicar el cambio, Aristóteles desarro­lló la teoría hilemórfica. Según esta teoría, antes que nada hay que determinar qué es el cambio. En este punto, Aristóteles coincide con Parménides, y dice que el cambio consiste en que algo pase del no-ser al ser, o viceversa, del ser al no-ser. Ahora bien, conviene entender qué es el ser. Obviamente, una semilla no es ni puede ser un barco, de modo que el cambio aquí resulta imposible. Sin embargo, la semilla puede llegar a ser una rosa, aunque todavía no haya llegado a serlo. Se trataría, pues, de un no-ser-relativo, de un no-ser que no rechaza el cambio. Para Aristóteles, todo proceso de cambio consta de tres partes: el ser actual (forma), el ser cambiante (sujeto) y el no-ser relativo, es decir, el ser que pue­de llegar a ser (potencia). Los seres no sólo son aquello que son ahora, sino aquello que pueden llegar a ser. Por tanto, los seres son substancias constituidas por dos elementos: materia y forma (hylé). Pero, según Aristóteles, las formas no se hallan más allá de la materia (en el mundo de las ideas de Platón), sino inevitablemente unidas a ella.
Evidentemente, esa concepción de la Realidad tuvo una enorme importancia para la teoría del conocimiento (epistemología). Así como para Platón la experiencia sensible obstaculiza cual­quier intento de conocimiento, para Aristóteles éste debe partir necesariamente de la experien­cia, y en consecuencia, ésta no puede rechazarse de ninguna manera, si bien es cierto que la experiencia no agota el proceso.
Depende, pues, de la concepción que se tenga del mundo sensible o de la teoría hilemórfica el que se dé una definición u otra de la naturaleza huma­na. Debemos recordar que según Platón el cuerpo es la cárcel del alma, y que, en sentido estricto, es el alma el constituyente puro del ser humano, aunque éste se presente bajo la forma de un cuerpo. Aristóteles difirió de esta idea; según él, el alma es principio de vida, y unida como está al cuerpo, es mortal. Cuerpo y alma conforman, pues, una uni­dad substancial, y esa unidad es el ser humano. Así pues, Aristóteles rechazó la inmortalidad del alma y la teoría platónica de la reminiscencia.
Ambos filósofos difirieron igualmente en sus teorí­as de la felicidad. Platón vinculó la felicidad al conocimiento, de modo que aquélla sólo se alcan­zaría en una ciudad ideal en que gobernaran los sabios. Por el contrario, Aristóteles pensaba que todos los seres humanos anhelan la felicidad, que consiste, fundamentalmente, en vivir y actuar bien. El punto esencial del desacuerdo entre ambos estri­ba en el concepto de virtud. Como ya hemos dicho, Platón asignó a cada parte del alma una virtud: la felicidad sería, pues, el equilibrio entre las tres partes del alma, y en tal sentido, constituiría un prin­cipio interno (una facultad natura). Aristóteles, sin embargo, creía que esa felicidad anhelada por todos los seres humanos se consigue a través de la práctica, pero que no respondería a ninguna facul­tad inherente al individuo.

2. Teoría política: la humanidad y los regímenes políticos
Respecto de la forma de organización social, hay que mencionar también varias divergencias. Según Aristóteles, los seres humanos tienden a la coope­ración justamente por su necesidad de superviven­cia, por lo que se crean las sociedades en las que el individuo puede alcanzar la perfección. El ser humano es un animal político, y sólo los que no gozan de humanidad, los animales o los dioses, pueden vivir fuera de la sociedad. Aquí se percibe cieno acuerdo respecto de la posición platónica. Pero según el macedonio, la primera asociación natural sería la familia, después sería el barrio, y finalmente la ciudad. Por tanto, la familia no sólo no es un obstáculo, sino que resulta esencial.
Las formas de organización del Estado se dividirí­an en justas e injustas. El Estado justo es aquél que persigue el bien común, y el Estado injusto, aquél que persigue los intereses personales de quienes gobiernan. Las formas justas del Estado serían la monarquía, la aristocracia y la república, pero cada una de ellas puede acabar pervirtiéndose; así, la monarquía se torna en tiranía; la aristocracia en oligarquía; y la democracia en demagogia (demo­cracia radical). Si bien teóricamente la monarquía y la aristocracia constituyen las mejores formas de gobierno, una postura más realista lleva a recono­cer a la república como la mejor, pues en ella, la mayoría, constituida por la clase media, impone las reglas del juego. Este sistema político se sitúa entre la oligarquía y la democracia.
En opinión de Aristóteles, el criterio para definir cualquier tipo de gobierno no es el número de quienes gobiernan, sino las personas que forman el gobierno. En realidad, la democracia no es el gobierno de todos, sino de los pobres, que consti­tuyen la mayoría. De ahí que ese régimen no sea justo por el número de apoyos que recibe, sino por los bienes de que dispone. Aquéllos que se dedi­can a la política no deben ser ni demasiado ricos ni demasiado pobres. Deben, eso sí, tener una serie de posesiones, y suficiente tiempo libre, para dedi­carse a su tarea política.
Al contrario que Platón, Aristóteles pensaba que la eliminación de la propiedad privada era impracti­cable. Por otro lado, al determinar las funciones que corresponden a cada ciudadano, el planteamiento de Aristóteles difiere del de Platón. Según aquél, el único principio por el que un ciudadano puede participar en la polis es el mérito (la virtud); de nin­guna manera se considerarán, por tanto, otros cri­terios como el dinero o la igualdad. Conviene recor­dar, sin embargo, que Aristóteles no consideraba que todos los habitantes de la ciudad fueran ciuda­danos, pues el esclavismo, según él, era una condi­ción tan natural como cualquier otra, y fundamen­tal, en todo caso, para la constitución del Estado.
Pero, ¿cómo se alcanza la justicia? Platón creía, siguiendo a Sócrates, que sólo el conocimiento garantiza la justicia. En ese sentido, sólo el que sepa en qué consiste la justicia puede actuar de manera justa (intelectualismo ético). En opinión de Aristóteles, si bien se precisa de conocimientos, éstos no bastarían. Es necesario llegar al término medio, para lo cual resulta esencial la virtud de la prudencia, de modo que seamos capaces de dis­cernir entre dos posturas extremas. En cualquier caso, ese conocimiento no garantiza que vayamos a elegir correctamente, puesto que es la voluntad, y no la razón, la responsable de la elección. Así pues, para elegir el término medio, y para persistir en él, son precisas las virtudes éticas, de tal forma que nos convirtamos en virtuosos por medio de las buenas costumbres y de las propias virtudes, para lo cual resulta esencial la propia experiencia. Sólo el que persiste en la acción alcanza la virtud.
Para Aristóteles la justicia sería una de las virtudes éticas, pero entendiendo por virtud algo muy dis­tinto a lo defendido por Platón. En efecto, Platón concebía la virtud como armónica y equilibrada, de la que se derivaría la ciudad justa: la justicia se alcanzaría, así, cuando cada ciudadano actúa según sus aptitudes naturales, y cuando cumple una función determinada. En Aristóteles, el con­cepto de justicia está vinculado a la ley y al méri­to. La ley implica que cada ciudadano deba vivir según lo que ella dicte; y el merito, por su paute, en dar a cada uno lo que en propiedad merece.
La virtud es lo único que sostiene a la ciudad. Igualmente, el mejor gobierno será el que consi­ga permanecer en el tiempo, ya que ello signifi­caría que se han rechazado posiciones extremas. Para su buen funcionamiento, en la ciudad debe imperar un tipo de ley que no sea ni oligárquica ni democrática.





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